El diente de Galo nos ha dejado dormir anoche, desde las 21.30 hs hasta las 04.30 hs, ¡un placer!.
Una de las preguntas frecuentes que nos hacen es… ¿Duerme toda la noche?. La respuesta es sí y no. Sí, porque suponemos que 6 o 7 horas son toda una noche para nuestro hijo, y No, porque suponemos que 6 o 7 horas no son toda una noche para los demás. Él sigue teteando, por lo cual se despierta para comer; lo pasamos a la cama y hasta las 8.30 hs que comienza nuestro día se queda entre nosotros. Rueda, agarra la teta, la chupetea un rato y la suelta, rueda para el otro lado, lo agarra a Pablo y vuelve a la teta.
Hoy a la mañana nos despertamos casi al mismo tiempo, el se daba vueltas y acariciaba a su papá; le ponía la manito en la cara, le hacía mimos y lo miraba con sus ojos tiernos y gigantes.
El gran agobio de los recientes padres y la gran amenaza de los experimentados -que te tiran con la peor onda- es: ¡uh! ¡no vas a dormir más!. El sueño es un proceso evolutivo, sí, quizás ahora no duerma, ¡pero eso es totalmente normal!. Yo no espero que mi hijo ahora con ocho meses se zampe una grande de muzzarella, por lo cual tampoco espero que duerma como lo haría un adulto.
Copio una parte del prólogo de Carlos González en el libro de Rosa Jové «Dormir sin Lágrimas»:
«-El sueño de los niños pequeños se ha convertido, en los últimos
años, en motivo de preocupación para muchos padres.
No era así en otros tiempos. En nuestros tiempos dormíamos
con nuestros padres durante años (¿Dónde si no?
¡Siempre había más niños que habitaciones!). Nuestros padres
no esperaban que un niño pequeño se durmiera solo, ni que
durmiera toda la noche de un tirón. No nos consideraban
sujetos activos, sino pasivos, del dormir; no se decía: «El niño
se va a dormir», sino «voy a dormir al niño». Nos dormía
nuestra madre en brazos, junto a su pecho (al principio, en
su pecho), con un rítmico balanceo y una canción de cuna.
Y cuando nos despertábamos a media noche no era el fin del
mundo, simplemente nos volvían a dormir.
Pero en los últimos años han cambiado algunas cosas.
Así, por puritanismo o en nombre de la higiene se ha prohibido
a los padres dormir con sus hijos. Las amenazas son apocalípticas: si una sola vez le consientes dormir en tu cama no
querrá salir nunca más (como si alguno quisiera dormir con
sus padres a los trece años… Como si alguno se dejase dar un
beso a los trece años).
Nuestro sistema económico exige que
ambos padres se levanten a «golpe de pito» y lleguen al trabajo
a la hora en punto, dispuestos a rendir y a comerse el
mundo. Y si alguien pretende acostumbrar a su jefe a posponer
la satisfacción de sus deseos, llegando cada día un
minuto más tarde, se encontrará a fin de mes con la desagradable sorpresa de que se lo descuentan del sueldo y no
le renuevan el contrato.
En cambio, cuando es nuestro hijo el que nos necesita sí
que podemos ir cada vez un minuto más tarde; incluso nos
intentan convencer de que tal retraso es razonable, deseable
y beneficioso para el bebé. De este modo, el contacto físico
y afectivo entre madre e hijo se ha visto con desconfianza y
desprecio, como un vicio que hay que erradicar: «No lo cojas
en brazos, que se malcría», «no lo duermas al pecho, que se
acostumbra», «no lo atiendas cuando llora, porque llora de
vicio», etcétera.
Asimismo, las canciones de cuna están prohibidas, aunque
todas las culturas las hayan tenido, aunque los más grandes
músicos las hayan compuesto, aunque recordemos aún
las que nos cantaba nuestra madre. La misma prohibición ha
caído sobre los cuentos para dormir, que ahora han de ser en
todo caso cuentos para no dormir, pues está permitido contarlos siempre y cuando el niño no se duerma con ellos y los
padres salgan de la habitación dejándolo despierto.
Se ha querido organizar y reglamentar la vida de los niños
con criterios de disciplina y eficiencia industrial: alimentación
científicamente calculada, horarios fijos, poco contacto
humano. El sistema funciona perfectamente con pollos y
conejos, ¿por qué no han de engordar también los niños así
criados? Y si el niño, ¡oh, sorpresa!, llora, debe ser porque está
enfermo.
Y es que el llanto ya no se considera una señal de dolor
o una llamada de auxilio, sino, en el mejor de los casos, una
enfermedad mental, una alteración de la conducta (otra teoría
sostiene que de enfermedad nada, que el niño llora a propósito
para fastidiar). ¿Por qué, si no, habría de llorar un niño,
si no tiene hambre ni frío, si está feliz en su cunita sin que
los brazos de su madre le molesten? Se ha dicho a los padres
que su hijo tiene que dormir solo, toda la noche de un tirón,
desde muy tierna edad. Y el que no lo hace es porque tiene
«insomnio», insomnio que le durará toda la vida, por culpa
de los padres que le han consentido y malacostumbrado, que
no le han sabido «enseñar a dormir».
Los despertares normales de todos los niños son, por una
parte, más temidos, pues se les ha puesto la etiqueta de enfermedad (y de enfermedad grave, además), y por otra parte más difíciles de soportar, pues la madre no está autorizada a meterse a su hijo en la cama y darle teta, sino que está obligada a caminar por el pasillo y a acudir cada vez a otra habitación.
En definitiva: se ha creado un problema donde no lo había.»